“Todos los libros transforman un poco el estilo y esa sensación de ‘¿a ver cómo voy a escribir ahora?’, genera vertigo y curiosidad”
Con la periodista argentina Leila Guerriero.
Silvia Labayru es una sobreviviente. Sobrevivió al secuestro, la violación y la tortura, cuando con 20 años de edad y algunos meses de embarazo fue llevada a la Escuela de Suboficiales de Mecánica de la Armada (ESMA), centro clandestino de detención de la dictadura argentina donde miles de personas fueron asesinadas y desaparecidas. Silvia Labayru integraba la organización armada Montoneros y por eso la detuvieron. Por eso la torturaron y por eso la violaron. Por eso la hicieron parir sobre una mesa.
Dio a luz a una niña, que los militares entregaron a sus abuelos.
Pero además la obligaron a hacerse pasar por la hermana de Alfredo Astiz, miembro de la Armada que se había infiltrado en la organización Madres de Plaza de Mayo.
La infiltración de Astiz culminó con la muerte de tres integrantes de Madres y dos monjas francesas. Y sembró para siempre la duda sobre si Silvia Labayru había colaborado con los militares a cambio de salir con vida de la ESMA.
En marzo de 1977, una llamada le salvó la vida a Silvia Labayru. A mitad de 1978 la liberaron y pudo irse del país con su hija. Aterrizó en Madrid. Había sobrevivido a la ESMA, pero le tocaba enfrentar el escarnio de los exiliados que la acusaban de colaborar con los militares. Que la cuestionaban porque, entre tantos muertos y desaparecidos, a ella le habían otorgado el privilegio de seguir viviendo. En el exilio la acusaban de estar viva. ¿Qué había hecho para sobrevivir? Ni ella lo sabía, ni lo sabe hasta hoy, pero desde entonces los dedos no han dejado de apuntar.
La guerrilla tuvo, en sus sobrevivientes, su propio “algo habrán hecho”.
Leila Guerriero entrevistó durante casi dos años a Silvia Labayru y a sus familiares, su pareja, sus exparejas, los compañeros de militancia y quienes estuvieron con ella en la ESMA. Entrevistó a los amigos que le creyeron y recibió la negativa y el silencio de quienes todavía no le creen.
La periodista descubre así a una mujer que puede ser contradictoria, frívola, pasional, tozuda; resolutiva a veces, dubitativa otras, crítica con la manera en que se manejó la guerrilla una vez instalada la dictadura, pero sin el arrepentimiento que puede nacer de la derrota; consciente del martirio que atravesó en la ESMA pero que se negó a que su condición de víctima marcara el resto de su vida.
Una mujer que sobrevivió al hecho de haber sobrevivido a la ESMA y cuya historia Leila Guerriero narra en su más reciente libro, La Llamada. Un retrato (Anagrama, 2024), una obra periodística mayor. Un texto que aborda uno de los infiernos de la historia reciente menos abordados por la historiografía y el periodismo: los sobrevivientes, los que quedaron fuera de un debate público centrado en aquellos que fueron asesinados y desaparecidos y en quienes históricamente han reclamado por ellos.
Me dio la impresión de que en La llamada estás más presente en el texto, con tus pensamientos, tus impresiones, que en libros anteriores.
Es un recurso que yo creo que se viene repitiendo desde hace mucho. Los suicidas del fin del mundo es un libro que está contado en primera persona, pero no habla mucho del trabajo, no hay inserciones en relación al trabajo del reporteo en sí. Y después, ya en Una historia sencilla es cuando empiezo a aparecer de manera muy fuerte: cuestionamientos, preguntas, ¿qué es lo que estoy haciendo acá? ¿Qué busco?. Apareció también con muchísima fuerza en Opus Gelber y aparece acá también. No creo que yo esté más presente, ni que esté presente de una manera distinta que en estos otros trabajos. Me parece un recurso que a mí por lo menos me resultó natural y hasta te diría de cierta necesidad de exponer honestamente dudas, de decir: “yo veo hasta acá, pero yo sé que puede haber algo más allá que no voy a ver nunca”. En este libro particularmente, como en todos los otros, hay como dos maneras de aparecer: una tiene que ver con esa situación de plantear el oficio periodístico como algo que no puede de ninguna manera dejar una cosa sellada sobre piedra, lacrada, como: “esto es así y no hay ninguna posibilidad de que sea de otra manera más allá de los hechos”. Y también aparezco en diálogos, en situaciones y cada vez que eso sucede, la aparición de esa persona narrativa aparece para mostrar algo del otro, no de mí. No hay la intención de hablar de mí, en absoluto, sino como de esa relación que se establece con alguien con quien uno pasa mucho tiempo, que en este caso es una entrevistada -muy generosa, por cierto-, sin pretender que los focos se vuelvan sobre mí.
¿La estructura la definiste antes de empezar a escribir? ¿Hubo algún disparador? ¿Hubo algún intento previo que no te convenció o no te gustó y llegaste a esta estructura?
No sé si lo logré, pero la labor del autor es precisamente encontrar cuál es la estructura óptima de una narración. La escritura, sí, siempre surge de la misma manera. Siempre arranco por el mismo método: encuentro el principio y a partir de ahí todo empieza a armarse. Primero de manera muy caótica, se trata simplemente como casi de ir buscando información en una especie de documento gigantesco. Una vez que está construido, te diría que es casi una explicación a mí misma de lo que quiero escribir. Y a partir de ahí empieza la labor de esculpir todo esto, quitar, cambiar, modificar; pero el arranque nunca cambia, no me hago guiones, no me anoto cosas como ‘seguir por acá, seguir por allá’, siento que el texto mismo pide a medida que vas avanzando en la escritura lo que necesita para ser contado. Por supuesto que todo esto que te digo también tiene que ver con un trabajo subyacente que te da la experiencia de saber que para llegar al punto número ocho el lector tiene que tener determinado concepto informativo para llegar ahí sin tropiezos, o al contrario, tener plena conciencia de que lo que querés es generar tropiezos y trabajar de tal manera para que esos tropiezos se generen.
Uno identifica claramente cuáles son las dificultades, escribir es meterse en problemas, entonces cuando tenés una dificultad, yo por lo menos no es que la mando al cajón y digo, “mah sí, que quede así, total…”, no, trabajo y trabajo y me desvelo. La estructura también es un trabajo de paciencia, de encontrarse con problemas, de solucionarlos. Y bueno, el libro tiene 27 versiones, correcciones, diría yo, más bien.
¿Veintisiete?
Sí. Una vez que está lo que yo creo que está montado, después voy trabajando y puliendo y puliendo, eso es la escritura. No hago nada que no haga nadie que pretenda hacerlo bien.
Es bastante conocido tu método de trabajo, esto de dedicarle una cantidad importante de horas diarias a los textos. En este caso estuviste unos cuatro meses con jornadas de 15, 16 horas. ¿Te preparás de alguna manera, física, mentalmente, los días previos, las semanas previas, cuando ya sabés que vas a estar unos cuantos meses laburando un montón de horas por día?
Preparé, por supuesto, nadie se puede quedar cuatro meses solo escribiendo si no lo prevé, si no tiene una estrategia previa de trabajo. Yo adelanté mucho trabajo para poder estar sin tanta interrupción durante cuatro meses. Yo sabía que en marzo de 2023 tenía que terminarlo, porque en abril me iba a una residencia literaria en la Costa Brava para escribir otro texto enorme sobre la estadía de Truman Capote escribiendo A Sangre Fría allí, con lo cual mi cabeza iba a estar ya completamente en otra cosa y por mi método de trabajo y mi manera, el funcionamiento de mi forma de encarar la escritura no admite una interrupción, un desvío tan enorme para retomar. Yo iba a estar dos meses en la Costa Brava e iba a pasar otro mes escribiendo el texto de Capote, de manera que no entraba en mi cabeza la posibilidad de retomar el libro recién en el mes de julio. Tenía que terminar en marzo.
Vos pensá que para separar una parcela de tiempo desde noviembre, diciembre, hasta marzo, tenés que tomar un montón de decisiones: rechazo de trabajo, rechazo de viajes, me mantuve firme en no ver a casi nadie, creo que solo salí a cenar afuera el día de mi cumpleaños, con mi compañero, y eso fue como toda la socialización. Pero preparo el tiempo, preparo profesionalmente ese espacio para que nadie de los que esperan cosas de mí se vea perjudicado por ese aislamiento mío. Yo corro todos los días, corro una hora, pero eso es lo que hago siempre, no empecé a correr más, antes, para ponerme en forma, ni hice meditaciones y me compré té de tilo. Simplemente me senté a escribir y de esos meses no tengo más recuerdos que el hecho de salir a correr. En la mañana escribía otra cosa, unas horitas en la mañana para para poner en marcha los motores y después me metía con el libro hasta las 10 de la noche. Y por otra parte también, estratégicamente, el verano es un buen momento para aislarte y hacer una cosa así, porque el ritmo baja; si yo hubiera pretendido hacer lo mismo en agosto, septiembre, octubre, creo que no hubiera podido, por el grado de demanda, de viajes un poco inexcusables, de manera que hay una estrategia previa de saber cuándo podés hacer algo así. Creo que todos los libros los escribí en periodo veraniego.
Entiendo que después de escribir un texto de esa extensión, está esta cuestión del vacío, del duelo por dejar de hacer algo que insumió mucho tiempo, pero ¿cómo saliste de la escritura?, ¿Cómo salís de esa inmersión tan extensa en una sola cosa?
Yo recuerdo que después de escribir el primer libro, Los Suicidas del Fin del Mundo (2005), lo entregué, se publicó y lo que me pasó ahí fue que me quedé… sí, como vacía. Por supuesto, seguí trabajando, escribiendo, escribiendo muchísimo, no estoy hablando acá de eso que dicen una sequedad creativa, para nada, pero la sensación era que no tenía nada que me intenteresara mucho decir. Era muy raro y fue muy feo y me prometí no volver a escribir un libro. Dije: ‘¿cómo nadie me avisó que esto podía pasar?’ Y fijate que el segundo libro es de 2013, Una historia sencilla; en el medio hay antologías, como Frutos extraños, pero no hay un libro escrito. Con Frutos extraños me previne, me advertí a mí misma acerca de esa sensación que podía volver, no tenía ninguna gana de que eso me pasara, no es una situación agradable, quedás en una especie de limbo y con menor fuerza eso vuelve un poco con cada libro, lo que pasa es que ahora ya sé que puede suceder, entonces, de todas maneras, aunque uno sepa que eso sucede y que se trata de tales o cuales mecanismos y todo, siempre es muy perturbador. Acá lo que me pasó con este libro es que yo de inmediato me metí con otro tema que me tomó la cabeza, que me apasionó, que fue lo de Truman Capote, y si bien no fueron dos años y medio de investigación, fue un reporteo fuerte, mucha tensión también, porque no había personas ya vivas casi que hubieran compartido con Capote en ese tiempo en la Costa Brava, tenía que entregar el texto con un deadline que no era demasiado largo y la verdad es que la residencia en la Cala Sanià fue una cosa fuera de este mundo, de modo que después de eso volví, escribí esto rápidamente y empecé a escribir un perfil muy trabajoso y que me gustó mucho hacer, de un músico argentino para un artículo en una revista, o sea que nunca detuve esta vez la maquinaria, pero te diría que ahora estoy sintiendo un poco esa sensación de que toda esa atención, esas fuerzas que se movían a ese nivel de concentración, están vacantes, y hay que hacer algo con eso y creo que tiene que ver con el hecho de que el libro se ha publicado y ahora es como que ya está, definitivo, no hay nada más que hacer con el libro, ahora el libro tiene que hablar por sí solo, hacer lo que tenga que hacer, pero yo ya lo hice, entonces ahora queda un poco esa sensación de vacío, de limbo, de curiosidad también, porque todos los libros transforman un poco el estilo y esa sensación de ‘¿a ver cómo voy a escribir ahora?’, genera curiosidad, vertigo y curiosidad.
La historia de los sobrevivientes no forma parte de la conversación pública, como sí te publican, por suerte, cuando aparece un nieto recuperado. Todo eso sí forma parte de la conversación pública, pero la historia de los sobrevivientes, no. No es que van los sobrevivientes a la televisión, a la radio y los entrevistan. Me parece que porque es una historia tan compleja que es muy difícil meterte con eso. Me parece que falta una mirada ahí, que está ausente.
¿Tomaste algún tipo de recaudo particular para aproximarte a una persona que estuvo presa, que la violaron, que tuvo que parir en un campo de concentración, o lo encaraste como encarás siempre tu trabajo?
Por un lado, encaré como encaré siempre mi trabajo y debo decir que en esto ayudó Silvia muchísimo. Hay un momento en el libro en el que ella me cuenta una cosa espantosa, que es que un tipo que con ella había sido no tan brutal dentro de la ESMA, me dice, “es el mismo tipo que entró a la celda de tal persona y se le puso así y le dijo: ‘chupame la pija’”. Y medio que recién nos conocíamos y yo en el libro me digo, “ok, esto es sin miramientos”, como diciendo, “ella no tiene reparos para hablar de cosas”. Entonces, habilitó un espacio ahí para que pudiera yo meterme por esos territorios, lo cual no quiere decir que yo me haya metido de una manera en la que yo no soy, no soy una persona brutal, me tomé mi tiempo para preguntarle por determinadas cosas, me parecía que había cosas que no necesitaba preguntar. Ella es una mujer que es muy inteligente y que tiene todo este tema muy pensado, ha dado testimonios en muchísimos juicios por (delitos de) lesa humanidad, con lo cual también la historia no solo la ha pensado sino que la tiene muy articulada, pero bueno, conmigo se trataba precisamente de hablar de cosas de las que nunca había hablado. Eso creo que tiene que ver con el hecho de que yo naturalmente creo que tengo una mirada que siempre evita, hasta donde puede, hacer un juicio moral, con lo cual hay una parte del trabajo que va de suyo, que está como hecho. Hay una delicadeza, por supuesto, no se le puede preguntar a una persona, en una primera entrevista, “¿quién te violó?” “¿Cuándo?”. Es absurdo. A mí no me saldría hacer eso tampoco y por otra parte pensá que también nos vimos decenas de veces, de manera que siempre había tiempo para preguntar más adelante y ese más adelante también te quita presión, te da tranquilidad. Cuando vos ves que la persona entrevistada no tiene problema en recibirte una vez y otra vez y otra vez y después empieza a preguntarte ella misma, “bueno, la semana que viene, ¿cuándo podés venir, cuándo nos vemos?”, se da como una parcela de tiempo ofrecida por el otro muy generosamente, que lo que te dice es: “vamos hasta que necesites, no te apures, no hay apuro”.
Hay un momento en el libro en el que vos le hacés un chiste a Silvia Labayru. Ya habían hablado de las cosas más jodidas, pero recién te animaste a hacerle un chiste un año y medio después de haber comenzado a entrevistarla. Como si el humor fuera una frontera que no te habías animado a cruzar.
Lo que pasa es que…hay una cosa ahí, porque sí había humor, ella es una persona que tiene un sentido del humor particular, a veces muy lindo, muy cándido, y tiene una faceta de humor negro enorme, yo también la tengo, pero de alguna manera a mí me parecía demasiado compartir ese humor negro, aunque la había escuchado a ella bromear con su amiga Lidia Vieyra de todas las formas posibles, incluso del secuestro, de la tortura. Yo sentía que ella estaba con todo el derecho a hacer eso, porque había pasado por eso y podía hacer con eso absolutamente lo que quisiera, igual que Lidia, igual que todas, pero yo no sentía que mi lugar fuera el de acoplarme a ese humor negro, porque me parecía que era como una invasión casi, ¿no?, que ese era el territorio de ella o de ellas, no el mío. Yo podía reírme con ella, hacer chistes inocentones o reírnos de cosas, pero no hacer un chiste con la ESMA. Y no me acuerdo cuál era el chiste, pero un día se lo hice por Whatsapp y fue tan bien recibido por ella, como celebrando casi, como que yo... era también una manera de decirnos la una a la otra, de alguna forma, que estábamos paradas desde dos experiencias completamente distintas y desde dos generaciones distintas, en un lugar no lejano, digamos. Pero claro, yo creo que tenés que tener un sentido de la pertinencia para decir o hacer determinados tipos de cosas. Así como no le pregunté por las violaciones al segundo día que la conocí, tampoco podía hacerle un chiste de humor negro a la semana de haberla conocido. Tomó meses. Me parecía que era un territorio simplemente en el que yo no tenía ningún derecho a estar allí, hasta que un día salió de manera muy espontánea y ella lo recibió casi celebrando, diciendo como “me encanta ese humor negro”, ¿no? Pero bueno, igual no era algo de lo que yo después hiciera mucha gala, digamos.
En otra momento estás hablando con David, el hijo de Silvia, y él te dice: “gracias por lo que estás haciendo con mi madre”, y vos ahí enseguida te preguntás, “¿qué estoy haciendo con su madre?” ¿Te pudiste responder esa pregunta? ¿Qué crees que hiciste con Silvia Labayru?
No, no lo sé. La pregunta está ahí precisamente como parte de esas reflexiones que te mencionaba acerca del oficio que en algunas ocasiones no tienen respuestas. Yo conté la historia de ella. Esa pregunta de alguna manera tiene que ver también, o conversa con otras preguntas que hay en el libro que tienen que ver con, por ejemplo, cómo se queda ella cuando yo me voy. Me cuenta una cantidad de barbaridades y yo me voy y a veces ella se queda sola, no está ni Hugo (Dvoskin, pareja de Silvia Labayru), ni nadie, y nunca voy a saber qué pasa...yo cuando la volvía a ver siempre la veía muy entera, muy plantada, muy dulce y receptiva, pero son preguntas que tienen que ver con eso, con la incertidumbre del efecto que puede producir el trabajo de uno, ¿no? las consecuencias que puede tener; las hay, pero si uno se empeña demasiado en conocer las consecuencias quizás no haga nada.
No me hago guiones, no me anoto cosas como ‘seguir por acá, seguir por allá’, siento que el texto mismo pide a medida que vas avanzando en la escritura lo que necesita para ser contado.
Hay un tema que también sobrevuela todo el libro y toda la historia de Silvia Labayru que tiene que ver con lo que les pasó a los sobrevivientes, este señalamiento constante por haber sobrevivido, incluso de parte de organismos de DDHH, la culpa que arrastran por haberse salvado. Es una parte de la historia que no se conoce mucho.
Para mí es una sorpresa enorme eso, enorme. Yo no tenía, y lo digo desde la ignorancia, desde, no diría candidez, porque esos años son años que a mí me importan, conozco, he leído, pero eso no forma parte de la conversación pública. ¿Qué pasó con esa gente? Yo cuando fui a la ESMA y vi en esa muestra de las mujeres de la ESMA este video que se menciona en el libro, y vi a todas esas mujeres contando -y a los hombres les pasó lo mismo, lo que pasa es que el secuestro de las mujeres tuvo algunas horribles especificidades, digamos: los partos, las violaciones-, cuando escuché a todas esas mujeres contar, ya la había escuchado mucho a Silvia, pero esto fue como un aluvión de gente contando que cuando llegaban a las casas incluso los mismos padres las miraban con sospecha, que los hijos les preguntaban “¿por qué sobreviviste?”, que (de parte de) los organismos de derechos humanos... sí, estaba esta especie de rechazo, de repudio, de gente que no quería ni siquiera escuchar un testimonio que hasta incluso podía ayudarlas, no sé, a entender qué había pasado con su desaparecido. Para mí fue una horrible sorpresa y no forma parte de la conversación pública eso acá, no se sabe, digamos, no es algo que sea de dominio público. De hecho, la misma Susana Burgos (detenida junto a Silvia Labayru en la ESMA) me dice: “fíjate que los hijos (de desaparecidos) están nucleados en una asociación, las madres, las abuelas, pero los sobrevivientes, ¿dónde están nucleados?” Nada, ¿viste? Y yo creo que ahí también tiene que ver que hay cosas que…conversaciones que no se dieron, enconos...son situaciones muy, muy, muy extremas, pero sí me llamó la atención que era algo que de alguna manera teníamos enfrente de las narices, ¿no?
Por otro lado te quiero decir que la historia de los sobrevivientes está relatada en un libro que se llama La Voluntad, que es tremendo, de Martín Caparros y de Eduardo Anguita; están los juicios, están los testimonios en los juicios, pero es como que tenés que ir a buscarlo, no forma parte de la conversación pública, como sí te publican, no sé, por suerte, cuando aparece un nieto recuperado. Todo eso sí forma parte de la conversación pública, pero la historia de los sobrevivientes, no, no está. Digo, no es que van los sobrevivientes a la televisión, a la radio y los entrevistan. Me parece que porque es una historia tan compleja que es muy difícil meterte con eso. Me parece que falta una mirada ahí, que está ausente.
Y también me llama mucho la atención, por ejemplo, que Madres de Plaza de Mayo no haya querido hablar, o lo que te dice Martín Gras, esa respuesta que te da, que quiere “relatar, interpretar” su propia historia.
¿Tenés alguna idea, alguna hipótesis de por qué Madres de Plaza de Mayo no te quiso responder? ¿Por qué Martín Gras tampoco?
Bueno, yo creo que el libro es la hipótesis (ríe). Yo por un lado entiendo que cuando vos estás militando una causa de una manera tan difícil como tuvieron las Madres y las Abuelas, que empezaron militando, buscando a sus hijos desaparecidos en el contexto de la dictadura, que las podían desaparecer -de hecho las desaparecieron a muchas-, en una situación de riesgo enorme, sin saber cómo se hacía eso, sin saber nada de militancia, ni nada, entiendo que te tenés medio como que agrupar en torno a algunas consignas que a veces son un poco imposibles, ¿no? Como esto de, “con vida los llevaron, con vida los queremos”. O sea, ojalá, ojalá. Pero bueno, en algunos casos sabemos que no, que no es posible. Y me parece que son mujeres que en su momento hicieron lo que pudieron con el dolor, con la tragedia, con no saber. Uno siempre tiende a decir, “bueno, con una persona que sale de un campo de concentración, lo primero es la piedad”, ¿no?, pero somos humanos, y como dice Susana Burgos: “habrán pensado, ¿por qué mi hijo no sobrevivió y vos sí?” Y yo creo que eso es parte también como de la perversión, en este caso creo que no refinada, de los militares, de dejar a toda esta gente libre, con una arbitrariedad completa. Se sumaba a la tortura, al secuestro, a la violación en algunos casos, al trabajo esclavo, a todo eso, el estigma: “los dejamos libres, ellos nunca sabrán por qué”. Quizás los militares tampoco sabían. La arbitrariedad, ¿no? Hacerte cargar con la arbitrariedad. No hay una respuesta sencilla para tu pregunta, porque yo creo que gran parte de las cosas que menciona el libro tienen que ver precisamente con esto, con esa urdimbre muy compleja que se desarrolló en torno a los que sobrevivieron.
Leila Guerriero (Junín, 1967) es periodista. Publicó, entre otros, los libros Los suicidas del fin del mundo (Tusquets, 2005), Una historia sencilla (Anagrama, 2013) y Opus Gelber. Retrato de un pianista (Anagrama, 2019). Ha escrito decenas de crónicas periodísticas y perfiles para varios medios de América Latina y Europa. En 2010, su trabajo “El rastro en los huesos” recibió el Premio Nuevo Periodismo CEMEX+FNPI. Es editora de la revista mexicana Gatopardo.